Es un clásico barrial, un restaurante de batalla, de esos que nunca pasan de moda porque jamás lo estuvieron. Su fama se limita a algunas cuadras a la redonda y algunos barrios aledaños, pero eso les alcanza y sobra para tener el salón siempre lleno y una fila de habitués esperando en la puerta. Eso es Los Portugueses.
“El restaurante lo empezó mi abuelo en el año 1933. Primero fue una parrilla y luego fue derivando a todo lo que es pescados y mariscos”, cuenta Juan Carlos Chiapori, al frente de este restaurante que primero llama la atención por su particular arquitectura. Ubicado en una ochava de Caballito, cerca del Parque Centenario (Ángel Gallardo 800), no existen los ángulos rectos en su interior y las mesas se despliegan de maneras algo raras o son redondas para aprovechar la superficie.
Al mediodía, los grandes ventanales invaden de luz el local, por las noches el clima es alegre y ruidoso, con muchas conversaciones superponiéndose entre sí. Hasta hace un tiempo los manteles eran de papel como en los más rústicos y queribles bodegones, pero hoy lucen mantel y sobremantel. Los mozos son de oficio y se memorizan las comandas, como manda la costumbre porteña.
La herencia portuguesa se refleja en su carta (la familia es originaria de Braganza) y cómo no iba a ocurrir viniendo de un país de marineros, viajeros y pescadores. Si bien hay ricas pastas y carnes, el que llega a Los Portugueses usualmente lo hace por sus pescados y frutos de mar de primera calidad.
Una buena manera de empezar es con un plato de langostinos con palta o una porción de mejillones a la provenzal -enormes, deliciosos- preparados con una salsa que irradia simpleza, apenas vino blanco, ajo y perejil.
También son ricas las rabas y los calamaretti. Y hay más: la impecable tortilla española y los buñuelos de acelga, crocantes por fuera y tiernos por dentro, con un dejo casero, como los preparaban algunas abuelas.
El principal tiene nombre y apellido: besugo a la vasca, el hit de la casa. Viene entero y un mozo se ocupa de extraerle quirúrgicamente los sabrosos filetes: en el plato solo quedan el espinazo y la cabeza. “Está cubierto con harina y lleva dos cocciones. Primero se hace a la parrilla y después se fríe”, cuenta Juan Carlos.
Quienes llegan al postre, suelen elegir el panqueque italiano, una conjunción de cosas dulces y mucho almíbar por encima que, indefectiblemente, deja para la siesta.
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