Casi todas las grandes obras literarias hacen referencia a la gastronomía. Es que la comida es un hecho fisiológico, pero también cultural. La preparación de los alimentos, es, junto al arte y la filosofía, una de las cosas que nos diferencian de los animales.
No es casual que los novelistas sienten a la mesa a los personajes de sus obras a socializar alrededor de la comida. Quizás para muchos amantes de las letras este sea un fenómeno que pasa inadvertido, pero si se hace un repaso de las obras cumbre de la literatura, exceptuando a Borges, siempre hay referencias concretas al hecho de sentarse a comer.
La primera gran pieza literaria de Occidente es La Ilíada. Allí Homero narra en hexámetros la Guerra de Troya y describe minuciosamente el banquete que Aquiles ofrece al rey Príamo cuando va a su tienda a buscar el cadáver de Héctor: “A la lumbre dispuso los lomos de una oveja y de una cabra hermosa y el largo espaldar de un jabalí adulto, veteado en grasa. Automedonte sujetó la carne mientras el señorial Aquiles la cuarteó, troceó y después la espetó en los asadores (…) Cuando el asado estuvo hecho y presentado en fuentes, Patroclo repartió el pan y lo llevó a la mesa en cestos de mimbre. Aquiles sirvió la carne. Entonces, frente a su noble invitado Ulises se sentó de espaldas a la pared más alejada, y dijo a su amigo que hiciera la ofrenda a los dioses…”
Otro escritor y narrador de la Roma de su época fue Cayo Petronio, autor del Satiricón. En uno de sus capítulos narra El Banquete de Trimalción, que es la fastuosa comida que brinda un liberto nuevo rico, profusa en lujo y excesos: “-Cenemos, por favor- tras estas palabras, al compás de la música, cuatro criados llegaron de prisa a paso de danza y quitaron el piso superior del bandejón. Entonces vemos debajo aves cebadas y tetinas de cerda, y en el medio una liebre adornada con alas que parecía Pegaso. En las esquinas de la fuente descubrimos también cuatro Marsias, de cuyos pequeños odres manaba garo a la pimienta sobre peces que estaban nadando como en una acequia. Todos damos un aplauso iniciado por la servidumbre y atacamos sonrientes tan selecto menú”.
“Comió caviar fresco, ortolans al oporto y crêpes Suzette; bebió una botella de excelente Burdeos y una copa de excelente champagne añejo, y examinó varias cajas de cigarros antes de dar con uno en perfecto estado”. Así describe Evelyn Waugh, el gran novelista inglés, un banquete que se regala el protagonista del cuento El Gerente del Kremlin en el Larne de París con los últimos francos que le quedaban en el bolsillo, espejo del sibaritismo de Waugh.
Pero no todos son banquetes. También la gastronomía muestra su costado más dramático, su ausencia, en la atroz novela de Émile Zola llamada Germinal, que describe minuciosamente las carencias y el estado terminal en que se encontraban los mineros del carbón que trabajaban en el Norte de Francia: “¡Cuántas cosas! murmuró Alzire lanzando un suspiro antes las provisiones. -Si quieres mamá, hago la cena-. La mesa estaba atestada: un paquete de ropa, dos panes, papas, manteca, café, escarola y media libra de queso de cerdo. ¡Sí, la cena! dijo la Maheude con aire cansado, habría que ir a recoger acedera y arrancar unos puerros. No, luego la haré para los hombres… Pon a hervir las papas, las comeremos con un poco de manteca… Y café, no te olvides del café”. Este es, en palabras del autor, uno de los pocos “banquetes” que, excepcionalmente, podían permitirse los trabajadores mineros.
Otra de las grandes novelas que hace constante referencia a la gastronomía es La Montaña Mágica, de Thomas Mann, ya que su protagonista, Hans Castorp, pasa varios años recluido en un hotel-sanatorio de Suiza sin nada más que hacer que comer, socializar y reposar sobre la ya célebre chaise longue. “El restaurant era luminoso y agradable. Estaba inmediatamente a la derecha del vestíbulo, enfrente de los salones (..) Pidieron una botella de Grand Larose que Hans Castorp devolvió para que la pusieran a enfriar. La comida era excelente. Había crema de espárragos, tomates rellenos, asado con toda suerte de guarniciones, un postre dulce particularmente bien preparado, tabla de quesos y fruta”.
A diferencia de otros escritores rusos, Alexandr Pushkin no era un sibarita, pero se entendía muy bien con la buena mesa, en parte gracias a la protección que le brindaba el zar Nicolás I, que le permitió subsistir decorosamente. En el inmortal Eugenio Oneguin, Pushkin canta loas, no exentas de ironía, a la buena mesa: “Con el sanguinolento rosbif / la flor de la cocina francesa / trufas ni más ni menos / el supremo deleite de los jóvenes paladares / patés de Estrasburgo de calidad suprema, / queso de Limburgo bajo campana de cristal / y, por último, doradas piñas”. El poeta, sin embargo, como buen ruso se llevaba mejor con la bebida, en particular con el champagne: “La prodigiosa esencia espumosa de esta bebida / se arremolina a su antojo en mi estómago / y, como se ha podido constatar, / el efecto es más razonable con un Burdeos. / El champagne posee la misma malicia / que las mujeres con sus encantos / nos seducen y al instante / nos desengaña por ser puro artificio. / Pero tu, Burdeos, eres como un amigo / bueno y leal, siempre dispuesto / a aligerar nuestro corazón / de penas y aflicciones. / Tu retornas la alegría al afligido, / por eso ¡Alabado seas, amigo Burdeos!”.
Muy graciosa es la situación que plantea el genial Guy de Maupassant en Precauciones de una mujer galante (Bola de Sebo), uno de sus cuentos más logrados, donde relata un viaje en carruaje en el que una mujer de mala vida es ignorada y despreciada por sus acompañantes de ocasión, hasta que por un infortunio la diligencia se retrasa y los viajeros no tienen nada que comer.
El hambre los acosa y la única que llevó víveres para el camino fue la joven de vida disipada. Los viajeros, famélicos, hipócritamente cambian de actitud hacia ella con el objeto de hacerse de un bocado: “Se inclinó con presteza y retiró de debajo de su banqueta una gran cesta cubierta por una servilleta blanca. De allí sacó un pequeño plato de loza, un fino vasito de plata, luego una amplia cazuela donde dos pollos enteros, ya trozados, descansaban bajo su gelatina; se podía ver todavía en la cesta otras buenas piezas envueltas, patés, frutas, golosinas, provisiones preparadas para un viaje de tres días a fin de no tener que tocar la cocina de las posadas. Cuatro cuellos de botellas asomaban entre los paquetes de comida. Bola de Sebo tomó un ala de pollo y, delicadamente, se puso a comerla con uno de esos pancitos que llaman “regencia” en Normandía”.
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