Solemos hablar de las pulperías como de un establecimiento que nos parece que nos es familiar. Hemos escuchado bastante hablar de ellas. Incluso no nos hacíamos demasiadas preguntas cuando leíamos en el diario La Razón las aventuras y desventuras que Walter Ciocca contaba en su historieta acerca del gaucho Lindor Covas, el cimarrón.
Justamente, era la pulpería el lugar donde el protagonista encontraba alguna “china” con la que siempre, dicho sea de paso, terminaba mal; o bien, nunca faltaba el parroquiano que, con voz aguardentosa, lo desafiaba a pelear; y Lindor, un hombre de paz, encaraba el diferendo con el cabo de su talero, al que le hacía un nudo en la lonja para poder asegurarlo mejor a su mano, y ahí nomás la emprendía contra el desafiador, dejándolo golpeado y maltrecho pero vivo.
Al fin y al cabo, al afamado Juan Moreira se lo termina ultimando al intentar huir de la pulpería en la que se encontraba tomando un vino en la localidad de Lobos.
Diversos autores no se ponen de acuerdo sobre el origen del nombre de estos lugares. Para la Real Academia Española el término aludía a los propietarios que eran verdaderos “pulpos” que con artes diversas se apropiaban de la plata de sus parroquianos. Sabemos que en el 1600 el cabildo porteño impuso a un pulpero una multa de 8 pesos por haberle vendido vino a indios y negros, lo que habla de la antigüedad del término.
Un texto, Historia de las pulperías, de los años ’70 y cuyo autor es Jorge Bossio, adhiere a la corriente que el nombre se debe a que en los rioplatenses llamaban “pulpear” al comer la carne sin hueso o “pulpa”, término que se sigue utilizando aún hoy en la campaña uruguaya.
Un amigo mendocino estaba convencido de que la pista del nombre venía por otro lado: las pulperías originalmente las regenteaban los gallegos y en sus tierras había lugares en los que se ofrecía pulpo curado.
Como sea, siempre se distinguieron las pulperías de campaña, ubicadas en el medio del campo, de las que estaban instaladas en Buenos Aires.
Las primeras eran verdaderos despachos de bebidas, como algunos memoriosos de más de 60 años de edad deben recordar. Las de campaña las describió bien Bossio en su obra: “A veces en las paredes, acomodados sobre estantes, se observaban diversos objetos que estaban a la venta de los parroquianos. Botellas de aguardiente, cajones de tabaco, bolsas conteniendo legumbres, junto a tercios de yerba, fardos de cuero vacuno que luego serían vendidos subrepticiamente… No faltaban la mesa y los bancos cubiertos de rusticidad en los que a veces se sentaban los gauchos a jugar partidas de truco y a beber mientras otro criollo entonaba acompañado de una vieja guitarrita a la que llamaban changango”.
Esa guitarrita pequeña, que no se debe confundir con el norteño charango, estaba realizada en madera de baja calidad, produciendo una música igualmente pobre, teniendo la virtud, según cuentan, de calmar a los parroquianos que se exaltaban con el alcohol. Cuando un paisano cantaba, parece ser, que todo el mundo se llamaba a silencio mientras las iracundias pasaban a un segundo plano.
En la desolada pampa bonaerense estos lugares cumplían diversas funciones sociales, ya fuera como proveeduría, bolsa de trabajo, taberna, casa de trato, fuente de noticias y hasta lugar de juego, porque no era extraño que tuvieran a su lado una cancha de cuadreras, o el espacio para despuntar el vicio de jugar a la taba.
El pulpero era también una suerte de prestamista porque fiaba a sus clientes aceptando que sus clientes le pagaran con cueros de vacunos; plumas de ñandú; fardos de lana o todo lo que tuviera algún valor comercial.
Esa actividad comercial dio origen a un personaje que se llamaba el almotacén, responsable de controlar a los vivos de siempre que se aprovechaban de los paisanos. A título ilustrativo, comparando con nuestro actual sistema de pesos y medidas, veía que los líquidos, que en aquellos tiempos se vendían por media arroba (8,065 litros), asumbre (2,02 litros), media asumbre (1,008 litro), cuartillo (0,504 de litro) y el medio cuartillo (0,252 de litro), respetaran la cantidad justa.
Las rejas eran otra de las diferencias entre la pulpería ciudadana, que no tenía reja alguna, y la campestre, que tenía una del piso al techo, que además contaba con un mostrador de un mínimo de un metro de ancho para resguardar la seguridad del pulpero, que quedaba de esta forma bastante fuera del alcance de los cuchillos de los borrachos enardecidos. Por eso, siempre que veamos un cuadro de época donde aparezca una reja, muestra una pulpería de campaña.
Yendo a las pulperías de la ciudad, no se debían confundir con las boticas, que venían a ser los lugares adonde concurría la pequeña burguesía a tomar sus tragos y jugar al tresillo. A veces se los denominaba “boliche”, que curiosamente es una voz germánica.
Las pulperías eran cosas de paisanos y de gente de trabajo en general. Sucedió que en febrero de 1788 se le ocurrió al Gobernador Intendente de Buenos Aires que los mostradores debían ubicarse en la puerta de las pulperías, para evitar que los parroquianos se estacionaran en el interior, dando lugar a todas las pendencias posibles.
Los pulperos, que eran como 500 en aquel momento, armaron un gremio velozmente y pusieron a su frente a Juan de Almeyra, que se dedicó a impedir que la Ordenanza entrara alguna vez en vigencia. Finalmente, esto no sucedió ¡hasta 1812!, cuando además fue modificada, como para que permitiera entrar a algunos, pero no a todos los clientes.
Para facilitar las cosas, las pulperías se ubicaron en ochavas. Estos nuevos mostradores tuvieron la ventaja de impedir que algunos inadaptados hicieran sus compras ¡de a caballo!, que además nunca faltaba el avivado que con toda la mercadería encima de su montado, ¡se iba sin pagar! Otra ventaja para el pulpero era que las consecuencias de una pelea, al desarrollarse en la calle, no lo involucraban.
El afán regulador, mostrando que es un vicio que viene de antaño, hizo que un día se dispusiera en Buenos Aires, allá por 1823, que las pulperías solo debían vender bebidas espirituosas, dando lugar a la aparición de los mencionados “almacenes y despacho de bebidas”.
Su desaparición no significó que no dejaran su impronta en la geografía porteña. Aquella que se denominaba El Caballito, que quedaba en Rivadavia y Polvorín (hoy Emilio Mitre), le prestó su nombre a uno de los principales porteños.
¿Desaparecieron realmente? No del todo en la provincia de Buenos Aires, podemos citar algunas de las que siguen existiendo como El Palenque, próxima a la plaza de Uribelarrea; La Casona del Angelito en Lobos; La Protegida en Navarro; La Media Luna, en la localidad de Las Marianas, próxima a Navarro, antiguamente conocida como “el almacén de Masmud” en recuerdo de su dueño original; Los Ombúes en Exaltación de la Cruz; La Vieja Esquina en Mercedes.
El listado es mucho más amplio y el formato es el de ofrecer comidas en base a una cocina muy casera, e incluso permite comprar productos, como embutidos, del lugar.
La paisanada se sonreiría si supiera que Domingo Faustino Sarmiento llegó a considerarlas como una suerte de club social, pero que fueron una institución memorable, nadie lo discute.
Un Bar Notable de la ciudad que sobrevive con una carta para amantes de los…
El maestro pizzero del popular local nos muestra cómo se hace la variedad que cautiva…
El evento se hace el 30 de noviembre y el 1 de diciembre en el…
Uno de los restaurantes clave del despegue gastronómico de Chacarita amplía sus horarios.
Algunos locales se lanzan a experimentar con este tipo de cremas. Cuáles son las combinaciones…
Fue seleccionado en el ránking Latin America’s 50 Best Restaurants 2024. Hay otros 7 locales…