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Ensayo sobre la repugnancia: sobre gustos no hay nada escrito, ¿o sí?

Quesos con larvas, tiburones curados, huevos con sus embriones dentro y la famosa cabeza de vaca guateada. El asco es una cuestión cultural.

Por Alejandro Maglione

Que un alimento sea un manjar procurado en un lado del mundo y ejemplo de repugnancia en el otro deja ver a las claras que el tema de la repugnancia o el asco, es una cuestión que tiene que ver más con la cultura y la geografía de donde se consume este alimento o preparación, por lo tanto, su aceptación o rechazo tiene mucho de subjetivo.

La repugnancia es una de las que se conocen como emociones básicas: la sorpresa, el miedo, la tristeza, la alegría, la ira, son parte del conjunto al que hay que añadir a la repugnancia hacia determinados alimentos o bebidas, para comenzar a entender a que nos estamos refiriendo.

El asco se puede decir que es una de las defensas de nuestro organismo cuando está ante una comida descompuesta que presume como potencialmente tóxica. De donde es prudente prestarle atención, y no mandarse de frente queriendo pasar por gourmet. No todo lo que huele sospechoso enmascara a un manjar. Pero es bueno ver algunos ejemplos de manjares en un país o región, que para los habitantes de otra puede resultar incomible.

Un amigo diplomático contó que un día le sirvieron en el Lejano Oriente un plato que era similar a una gelatina. Un aderezo con gran presencia de salsa de soja lo hacía hasta apetecible. Una vez terminado el plato preguntó de qué se trataba y le explicaron que había comido agua viva. Diplomático al fin, se excusó, se levantó de la mesa, fue a un baño y… bueno, la mente, el prejuicio, dominó al cuerpo.

A los viandantes que van a recorrer los bellísimos paisajes de Escocia les puede suceder que en un restaurante una moza francesa le sirva esa suerte de plato nacional que es el haggis, comida obligada de los escoceses cuando se celebra al poeta nacional Robert Burns. ¿Pero qué es el haggis? La moza de la historia puede que responda: “Mejor lo comen primero y después les explico…”. Los franceses hablando de cocina escocesa son bastante críticos, por lo que este comportamiento no debe ser inesperado.

Después de haberlo comido vendrá la explicación: es un rejunte de los pulmones, hígado y corazón de oveja, al que se le agrega especies varias, harina de avena, se mete todo en el estómago de la oveja y se cuece durante horas. Puede suceder que la servicial francesa le llame la atención la falta de asombro si los comensales son argentinos, miembros de una raza de comedores de chinchulines, un manjar criollo, inaceptable en otras latitudes.

El plato que prefieren los japoneses para su desayuno se llama nattó. Consiste en trozos pegoteados de soja fermentada, que se come frío generalmente, y se la sazona con salsa también de soja, wasabi o una especie de mostaza. El plato despide fuertes olores a algo así como una mezcla de caucho quemado y amoníaco.

Los occidentales sabemos que cuando vamos al otro lado del mundo, como les pasa a los orientales cuando nos visitan, quedamos expuestos a estas experiencias sorprendentes y, para algunos, repugnantes. Es difícil encontrar a un latinoamericano que haya ido a Japón y se abalanzara a un plato de nattó en su primer contacto con él.

El queso es un ejemplo donde no hace falta cambiar de hemisferio para ver que existen todos los gustos. Por ejemplo, para los japoneses, el queso azul les produce un rechazo total, tomándonos por alienígenas cuando nos ven comerlo. A muchos de nuestros amigos los horroriza vernos abordar un camembert, o un reblochón o un brie con notas de amoníaco que nos aproximan a lo que se huele en un baño de Constitución.

El extremo es el casu marzu. Es un queso de Cerdeña, y para saber lo que nos espera es bueno saber qué quiere decir: “queso podrido”, en el dialecto local. Se parte de la leche de oveja, y si no se acuerda del nombre, use el nombre popular: queso de gusanos.

Porque esta “delicia” está repleta de larvas de una mosca que se conoce como piophila casei. El asunto consiste en que el animalito deposite sus larvas y estas vayan descomponiendo el queso con los ácidos de su aparato digestivo.

Cuando llega el momento de comerlo, hay dos tipos de gourmets: los que le retiran las larvas con la nariz algo fruncida, y los que las comen, porque para ellos es ahí donde está el secreto de su sabor inigualable.

Vaya y explíquele a un oriental, o peor aún, a un anglosajón que se horroriza viéndonos compartir el mate, que en buena parte del barrio latinoamericano andino se considera que la chicha es una bebida deliciosa elaborada a partir de la masticación de los granos de maíz cocidos o trozos de raíz de yuca, luego escupidos en una vasija de barro para que fermenten, y así poder beberla gozosamente.

En el Ecuador se ha dispuesto que ya no se puede elaborar a partir de la masticación, sino que hay que recurrir a métodos mecánicos. ¿Se respetarán esas disposiciones por las comunidades que pueblan la selva amazónica de ese país?

El hákarl es un platillo islandés. En las frías aguas de Islandia hay un tiburón que se adaptó al punto de congelación del agua y nada alegremente por alrededor de este país cercano al Polo Norte. Los islandeses, que mucho que comer en el pasado parece que no tuvieron, lo descubrieron e inventaron lo siguiente: descabezan el animalito, lo evisceran y ¡lo entierran en la arena de una playa! En realidad, lo del entierro viene de sus antepasados. Hoy hay depósitos donde dejan que esta carne se cure, porque fresca es tóxica.

Dependiendo de que sea verano o invierno, se lo deja allí enterrado o colgado durante dos o cinco meses, depende. Por fin, se lo corta en tiritas prolijas o cubitos, que pasan otros meses secándose al sol. Hecho esto, llega el momento de abordar el manjar.

Su olor a orina añejada llevó al fallecido Anthony Bourdain a declarar que era “la cosa de peor olor, sabor y más repugnante que había comido nunca…”. Nuestro Fernando Trocca lo probó y opinó exactamente lo mismo. El olor reconoce su origen en que los tiburones no tienen riñones, según explican los que saben.

Sin duda que la costumbre acompaña a la cultura en hacer que las sociedades sientan repugnancia por un lado y placer por el otro, siendo que las comidas tienen curiosas similitudes. Sino piense en la enorme semejanza de la pastita blanca que se aprovecha del cuerpo de una araña gigante del Amazonas y las centollas fueguinas. La misma pastita que nos brinda la langosta de mar, que comemos entre aullidos de placer, y los escorpiones que se encuentran en los mercados de México o el Lejano Oriente.

Todos pensamos que el chapulín es un personaje de la televisión, pero en México es un verdadero manjar popular: se trata de un grillo comestible. Lo disfrutan como los colombianos disfrutan de comer sus hormigas culonas, que en México las llaman chicatanas. Los mexicanos disfrutan del gusano de maguey que se cría en las plantas de ágave. O adoran los escamoles, que son los huevos de la hormiga mielera. Y la lista sigue.

¿O acaso el grávlax es otra cosa que la carne de salmón cruda, fermentada con hierbas que nos enseñaran a comer los noruegos? ¿Qué otra cosa que carne cruda de caballo curada en sal, sancochada con algo de vino y mezclada con granos de pimienta y otras hierbas misteriosas, es un buen salame (si bien ahora ha ganado preponderancia el uso de carne de vaca o cerdo)? ¿En qué se diferencia el kimchi coreano del chucrut alemán? En casi nada, pero las verduras fermentadas coreanas, a algunos “le da cosa” comerlas.

Nuestros ancestros europeos, o puntualmente los romanos, comían buena parte de sus comidas acompañadas con una salsa que llamaban garum que se obtenía de la fermentación de las vísceras de pescados. La pregunta que queda picando es: ¿un romano se quedaría sentado en nuestra mesa o saldría corriendo? Para ellos la carne a la parrilla era comida de esclavo.

Los coreanos comen el sannakji, que se trata de un pequeño pulpo aderezado con aceite de sésamo y otras delicias, que se ingiere mientras el pulpito está vivo. Recomiendan tragarlo rápido porque sus ventositas se pueden adherir a nuestro esófago.

Los vietnamitas consideran un manjar al balut que es un huevo de pato o de gallina con el embrión dentro. El animalito se mastica entero, con plumitas, huesitos y todo.

En el Noroeste de nuestro país es típico el plato de la cabeza de vaca guateada. Es la cabeza entera de vaca, cuereada, que se entierra o se pone en un horno de barro, debidamente condimentada. Cuando viene a la mesa, puede suceder que a usted lo traten como el invitado de honor, en cuyo caso tiene la prioridad para comerse uno de los ojos. La experiencia es inolvidable, por la razón que se prefiera.

La lista de productos y platos inaceptables de una cultura a otra es larguísima, casi diría interminable. Son las costumbres que conocimos en nuestras casas las que nos hacen habituales y razonables comidas lo que para otros son definitivamente nauseabundas. De donde es sabio aquello de “sobre gustos no hay nada escrito”. Carl Jung dijo: “Todo depende de cómo vemos las cosas y no de cómo las cosas son en la realidad”. ¿Será así?

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