Este año se cumplen cinco siglos desde el desembarco de la legendaria expedición de Fernando de Magallanes, que recaló en el Golfo San Julián, en la Patagonia, para hibernar junto a su flota. Esa fue la primera vez en la historia de la humanidad en la que se logró circunvalar la tierra y, aunque Magallanes no pudo finalizarla, ya que murió asesinado por naturales de Filipinas, su subalterno Juan Sebastián Elcano logró terminar la misión.
Esta hazaña lleva a pensar en qué condiciones (penosas), los exploradores realizaron el viaje, en especial en lo que toca a la gastronomía, ya que comer a bordo de una de esas naos castellanas era un auténtico suplicio.
Hay que tener en cuenta que una no podía albergar vituallas para largas travesías de hasta tres meses. Lógicamente, las mismas se iban degradando con el paso de los días, más aún cuando las condiciones de conservación de los alimentos eran extremadamente vulnerables y precarias, ya que si no se las comían los roedores se mojaban o pudrían.
Los alimentos básicos eran la galleta marinera y tortas duras de harina, horneadas varias veces hasta perder su humedad, a las que era difícil clavarles el diente (basta imaginarse a un marinero desdentado por el escorbuto tratando de alimentarse con esa vianda), y el vino, cuya ración por tripulante ascendía a un litro diario, amén de un litro de agua para beber que se guardaba en toneles que solían descomponerse y largar olores hediondos.
También se embarcaban toneles con salazones de carne vacuna, tocino y otras partes del cerdo, y bacalao; este último se consumía los días viernes o en tiempos de Cuaresma. En la proa había un fogón que se prendía los días de buen tiempo y que estaba a cargo del contramaestre, aunque la responsabilidad de las viandas recaía en el cocinero de a bordo, con quien no convenía enemistarse.
Además de las carnes se estibaban legumbres, quesos, aceite y condimentos para romper la monotonía de la malsana dieta de a bordo, como mostaza y guindillas. Aunque cueste creerlo, en esa época en las naos no se consumía la pesca y, de hecho hasta entrado el siglo XVIII, no se llevaban aparejos para procurarse pescado fresco. En cambio se embarcaban animales de pie y aves de corral que se consumían los primeros días del viaje, al igual que las frutas y verduras frescas.
Con los huesos de gallinas y gansos se elaboraba un caldo restaurador, muy apreciado entre los tripulantes enfermos, además de la oficialidad, que en los galeones españoles del siglo XVI estaba compuesta por el maestre o capitán, el contramaestre, el escribano y el veedor real. Y si bien ellos comían aparte (sobre un tablón), no tenían muchos más recursos o privilegios que el resto de la tripulación, que se alimentaban en cualquier rincón del navío con su cazo y navaja reglamentaria.
La higiene de la época, lamentable, y las necesidades de cada uno se hacían por la borda, con el riesgo de caerse al agua ya que no había letrinas. Las enfermedades eran atroces y, a pesar de que hubo relativamente pocos naufragios, las muertes por infecciones y otras enfermedades estaban a la orden del día, por lo cual antes de embarcarse, además de comulgar, hacer testamento y encomendarse a Dios, se sugería hacer “una purga de humores” para evitar males del intestino y episodios mortificantes…
¿Te imaginás el cruce del océano a bordo de uno de esos navíos?
Este plato puede tener buenas versiones con este tipo de carnes más económicas.
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