Hay dos filósofos presocráticos, Heráclito y Parménides, ambos con visiones diferentes del mundo: mientras el primero creía que todo era un permanente cambio, movimiento y devenir, el segundo entendía a la realidad como un fenómeno inmutable y estático.
Esta última postura no es privativa del pensador griego, sino que es compartida por mucha gente acerca de muchos aspectos de la vida, incluso en la gastronomía.
Es sabido que un sistema alimentario integra una cultura determinada y forma parte de la identidad de un pueblo, porque cada uno de ellos, en mayor o menor medida, tienen su cocina, la cual forma parte del patrimonio intangible heredado de generación en generación. Ese compendio de saberes sintetizado en ingredientes, terroir, técnicas y costumbres definen una manera de ser, una identidad propia. Y está bien que así sea.
Pero el problema surge cuando por excesivo celo, miedo o pobreza intelectual los pueblos se cierran sobre sí mismos y se vuelven impermeables “al otro”, defendiendo al extremo “lo suyo”. Porque aquellas personas que entienden a la gastronomía como un compendio de tradiciones anquilosadas, cerradas sobre sí mismas, son los llamados “reaccionarios del tenedor”, algo más común de lo que parece.
Una mirada más amplia sobre el asunto demuestra que, al igual que con la lengua, la gastronomía es “heraclitana”, es decir, mutable y dinámica. Por ejemplo, los italianos se sienten absolutamente identificados con la pasta con tomate, pero el trigo duro con el cual hacen la pasta fue introducido por los árabes a través de Sicilia en el siglo XII, y el tomate, americano de pura cepa, recién se incorporó a la dieta peninsular durante el siglo XIX.
Algo similar sucede con la papa que tanto aman los franceses. Las frites y el puré se hacen con materia prima americana que introdujo el buen Parmentier en la corte de Luis XVI. Y el tempura, del que tanto se jactan los japoneses, es de origen portugués, ya que durante el siglo XVI los lusos dejaron aporte con una receta de chauchas verdes batidas y fritas llamada peixinhos da horta, ni más ni menos que el padre del tempura. Valga decir que nadie es dueño absoluto de una gastronomía y que la cocina es un ente vivo que toma, presta y adapta constantemente.
¿Qué sucede en la Argentina? El asado, ADN de la cocina argenta, cuya factura reúne al macho criollo alrededor del fuego, también es “importado”. Porque en la época prehispánica no había vacas en el Río de la Plata (los primeros ejemplares pisaron suelo americano con el segundo viaje de Cristóbal Colón). La Argentina es un país joven y aún está construyendo su cocina sobre la base de la herencia autóctona (más presencia en el Norte), pero sobre todo a caballo de la cocina de la inmigración, con fuerte impronta española e italiana.
Afortunadamente, sobre todo en las grandes urbes, se está viendo cómo otras culturas van moldeando mentes y paladares, tal como sucede con el sushi (algo que “nadie” hubiera comido hace treinta años), y la ascendente cocina peruana.
Así que, en materia culinaria, conviene ser prudente, o más bien humilde, antes de pregonar verdades absolutas acerca del origen de la cocina de bandera, eso sin desmedro del valor cultural, histórico y afectivo que pueda tener.
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