Algunos de los platos más tradicionales de la gastronomía de Occidente llevan el apellido de una persona, generalmente de un cocinero o del patrón del cocinero que, dicho sea de paso, es un vehículo para ser recordado en la historia. Este es el caso del Chateaubriand, un corte y una forma de comer la carne más francesa que la Tour Eiffel.
François-René de Chateaubriand era un político y diplomático francés que vivió los años de zozobra de la Revolución Francesa, el Imperio y la Restauración. Hombre de gran cultura y mayor apetito, pasó a la historia por haber escrito Memorias de ultratumba, biografía donde narra lo acontecido durante esos años.
Pero además de haber trascendido por su obra, parte de su legado fue un plato de creación propia. Al hombre no le gustaba la carne que había estado en contacto directo con el fuego, de forma que, Montmirail, su cocinero, ataba la parte gruesa del lomo con un cordel (la cabeza, que pasó a llamarse Chateaubriand), entre dos pedazos de la parte más fina del lomo (filet mignon), de forma que, cuando desataba las piezas, la parte del centro quedaba perfectamente rosada, sin mácula alguna de la parrilla o el fuego.
Hoy en día, un Chateaubriand generalmente se acepta como el corte de la cabeza del lomo y servida junto con una guarnición de papas al horno. Paul Azema, el reconocido cocinero franco-argentino recomienda comerlo “bleu o a lo sumo saignant”, acompañado de una salsa bearnesa (emulsionada a base de manteca y yema de huevo, condimentada con estragón y echalotte, cocinada en vino para hacer un glaseado), legumbres a la francesa y papas alumette.
¿Alguna vez probaste un auténtico Chateaubriand?
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