Gastronomía e inclusión: la emotiva historia de Eduardo, el pastelero con Trastorno del Espectro Autista
La cocina le dio su primera oportunidad laboral y ahora, a los 26 años, tiene un emprendimiento con dos amigos de su misma condición.
Por Cecilia Boullosa
A Eduardo González Villalobos le cuesta hablar. Prefiere hacer otras cosas, por ejemplo, hacer pan en el horno viejísimo que se alimenta de quebracho y es el músculo de la panadería L’Epi, en el barrio porteño de Villa Ortúzar, donde trabajó hasta que empezó la cuarentena. O preparar decenas de chipás para vender por delivery, un proyecto que nació en 2019, pero que creció en tiempos pandémicos y de guardarse en casa. También le gustan otras cosas que nada tienen que ver con la cocina: andar en bici, en kayac, nadar.
A Eduardo le cuesta hablar. Por eso son algunas de sus personas más cercanas las que hablan por él. Su mamá Caty Galbiati, a la que recién cuando su hijo tenía nueve años un médico en los Estados Unidos le confirmó el diagnóstico de TEA (Trastorno del Espectro Autista) y Belén Szücs, quien fue su acompañante terapéutica y lo ayudó a vincularse con la gastronomía (ella misma había trabajado en el rubro antes de decidirse por la Psicología).
“A Eduardo lo conocí cuando él tenía 23 años. Yo estaba en los últimos años de la carrera. Empezamos a pensar en un proyecto de inclusión laboral para él y la cocina era una opción ideal para empezar”, recuerda Belén.
El primer lugar al que le tocaron las puertas fue a L’Epi, de los franceses Olivier Hanocq (en la foto con Eduardo y Belén) y Bruno Gillot. Tuvieron la entrevista un jueves y el viernes arrancaron.
“Al principio hacíamos todo a la par o me enseñaban una tarea a mí y yo se la transmitía a él de un modo en el que le costara lo menos posible. Empezó con tareas sencillas como rallar limones, pelar manzanas o preparar los moldes y terminó sabiendo a la perfección procesos complejos como hacer un budín de principio a fin. Y de a poco se fue apropiando del espacio, de las tareas, sabiendo donde estaban las cosas, qué tenía que hacer, sin que yo se lo anticipara, y fui retirando progresivamente esos apoyos viendo que había logrado tanta autonomía”, agrega Belén, quien hizo su Tesis de Grado sobre la experiencia laboral que tuvieron en L’Epi.
A la par de su trabajo en la panadería, donde iba lunes, miércoles y viernes, nació el proyecto de Chipanga (@chipaitinerante, pedidos en la cuenta o por e-mail a [email protected]). Con la receta de Josefa, la señora correntina que trabaja en su casa, empezaron a preparar chipá para vender. Primero fue para el kiosko de abajo del edificio, luego para amigos, luego para amigos de amigos y así se fue armando la red. Actualmente, además de ellos dos, trabajan en el emprendimiento Franco y Santi, otros dos chicos con TEA.
“Adonde llegamos es porque el chipá es bueno”, dice Caty. Los chicos hacen todo el proceso: desde el pesaje de los ingredientes hasta el delivery, que se entrega en la ciudad de Buenos Aires y también en Zona Norte. En cuanto a la receta, además de los ingredientes típicos hay uno que Caty no quiere develar. “Es el secreto de Josefa”.
Alguna vez Anthony Bourdain dijo que la gastronomía es un lugar para todos, uno de los oficios más inclusivos que existen. ¿Por qué también puede ser un ámbito propicio para jóvenes con TEA? Así lo explica Belén: “Porque suelen ser tareas simples pero muy repetitivas, que requieren paciencia y constancia, y él particularmente por su condición tiende a ser muy perseverante en este tipo de acciones. A Eduardo empezar a trabajar le dio básicamente lo que le da el trabajo a cualquier otra persona: organización temporal, rutinas, preparación para presentarse en tiempo y forma, hábitos de descanso y recreación”.
Author: Cecilia
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