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El bar de casi 100 años que se renovó en plena cuarentena y sigue siendo uno de los secretos mejor guardados de Buenos Aires

El dueño de Yiyo el Zeneize murió durante el aislamiento y su nieto decidió transformar el negocio y seguir adelante.

Por Cecilia Boullosa

Parque Avellaneda, sur de la Ciudad de Buenos Aires. El barrio parece custodiado por la torre blanca y retrofuturista del abandonado Parque de la Ciudad. Por la avenida Eva Perón (ex Avenida del Trabajo) hay un tráfico incesante de colectivos, que conectan el centro con el conurbano. Las casas son bajas, los autos se estacionan en las veredas y la luz de un sol de primavera lo invade todo, sin edificios que detengan su paso.

En la esquina de Ameghino, un bar con más de cien años, Yiyo el Zeneize, resplandece como no lo hacía desde hacía mucho tiempo. Durante la cuarentena, la cuarta generación se puso al frente para darle un lavado de cara, pero manteniendo su esencia.

Los clientes de siempre siguen entrando a comprar una damajuana, un vino patero, un frasco de aceitunas o una conserva de tomates, pero los fines de semana ahora también se acercan vecinos de otros barrios para descubrir esta perla del sur de la ciudad.

A pesar de su rica historia, Yiyo tal vez sea uno de los secretos mejor guardados de Buenos Aires. Casi no hay notas ni artículos online, tampoco cuenta con el aura de “bar notable” y su gastada barra de madera y sus estanterías no fueron locación de ninguna película ni serie.

Gauchos, grappa y teléfonos 

Mi bisabuelo Egidio Zoppi era piamontés y herrero, abrió el bar a principios de los años 20, esto era prácticamente campo. La ciudad se terminaba en Flores”, cuenta Danilo, de 24 años, uno de los herederos. Los primeros habitués fueron los gauchos que paraban por una grappa o un plato fuerte camino al mercado de Hacienda.

El primer teléfono del barrio -aun está ahí- lo tuvo Yiyo. “Llamaban de Italia para avisar de alguna muerte o algún nacimiento y él era el primero en enterarse. Le decía a mi abuelo, que era un nene, que vaya corriendo a avisar”. En las fotos se ve a Yiyo acompañado de la actriz Libertad Lamarque y letras de tangos y poesías dedicadas a su negocio.

Los años 40 marcaron el inicio de una época de esplendor. Los hijos de Egidio, Luis y Bautista, trajeron nuevos bríos y el negocio se agrandó: montaron una fábrica de conservas y encurtidos, y una distribuidora de vinos. Cada tres días se bajaban 40.000 litros que llegaban de Mendoza.

Las viejas etiquetas, sellos, rotulados y recibos, hoy en buena parte expuestos en una vitrina del salón, dan cuenta de esta época. La buena fortuna continuó hasta los ’80. Luego, el cambio de hábitos, el surgimiento de los supermercados y finalmente una pelea entre los dos hermanos eclipsó el negocio.

“Acá llegaron a trabajar más de cuarenta personas, pero yo conocí el negocio con mi abuelo vendiendo aceitunas de a gramos”, recuerda Danilo. Yiyo subsistió siendo su sombra, las persianas se mantenían bajas, solo caían pocos habitués a visitar a Luis, quien se quedó con el negocio hasta su muerte, ya en plena cuarentena, con 91 años. Bautista murió poco después.

El legado de los Zoppi

La familia se juntó en el bar y resolvió mantener el legado. Convocaron a dos gastronómicos y bartenders, Maxi Luque y Cristian Díaz, para que los ayuden en esta recuperación casi arqueológica. El sótano y varios cuartos rebosaban de botellas que no se fabrican hace varias décadas (como el Cubana). Todavía queda mucho por revisar.

“Es una verdadera caja de Pandora, cada día encontramos algo nuevo”, dice Maxi, quien trabajó en un bar de la India durante un año. Algunos vermús, como un Campari de los años ’70, se mantienen en buen estado y hoy se están usando para preparar algunos cócteles ($ 250) para los brunchs que organizan sábados y domingos, a los que se puede acceder solo con reserva.

De una de las paredes cuelga una carta que, aseguran, es la carta suicida de Lisandro de La Torre. Cómo terminó ahí, nadie lo sabe. Hay colecciones de radios antiguas, de máquinas de escribir, de planchas. En otro estante, se bambolean los relojes de bolsillo que algunos malandras dejaban como parte de pago. En el fondo, una oficina de la antigua fábrica de conservas luce como si alguien hubiera cerrado la puerta en 1970 y jamás (hasta ahora) la hubiera vuelto a abrir.

“Los vecinos están contentos, notan que algo cambió, que hay vida, que hay gente joven”, dice Danilo. Su abuela Ermelinda, de 91 años, vive en el segundo piso y baja todos los días para ver los avances del boliche que comandó primero su suegro, luego su marido y su cuñado y hoy su nieto. Una nueva historia se está escribiendo en Yiyo y se sigue escribiendo con vermú.

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