¿Alguien puede imaginar el mundo sin dulce? ¿Qué clase de existencia sería? Michel Pollan afirma que estamos programados para elegir ese sabor ya que disparan nuestras redes de dopamina, que son nuestras redes de ansia.
El punto es que el azúcar, piedra angular del dulce, tuvo su origen en el Sudeste Asiático, más precisamente en Nueva Guinea, donde crecía una suerte de bambú que medía hasta 6 metros de alto, que si se masticaba tenía un sabor extremadamente dulce.
Su cultivo empezó en esa región hace ya 6.000 años. Tiempo después los comerciantes la llevaron a India, desde donde se extendió a China y a otras regiones de Oriente, aunque fue recién durante el siglo VII d C. cuando se introdujo formalmente en Europa, de allí saltó al Caribe y al resto de América.
De la caña se extrae la sacarosa, aunque también se obtiene de la remolacha. Es sin duda un producto refinado muy atractivo que logró permear a toda la industria de la alimentación, al punto de volverse una epidemia.
Los altos valores calóricos conspiran contra la buena salud cuando se consume en exceso y, como muestra, basta ver los índices de diabetes y las dentaduras de los habitantes de los países donde se consumen alimentos ultraprocesados, que suelen ser ricos en azúcar.
Una de las preocupaciones de la industria, en especial a partir de la segunda mitad del siglo XX, fue buscar un reemplazante del azúcar que resulte más inocuo pero que brinde la posibilidad de endulzar.
Uno de los primeros sucedáneos fue el ciclamato, sustancia descubierta en 1937. Durante mucho tiempo se dijo que era cancerígeno, lo cual no es rigurosamente cierto, pero si puede aumentar la peligrosidad de otras sustancias. Como sea, la FDA (Food and Drug Administration), prohibió su uso en 1970 dentro de los Estados Unidos.
Otro protagonista fue la sacarina, 300 veces más dulce que el azúcar, considerado un edulcorante seguro. No obstante, también se lo ha tachado sin demasiado fundamente como agente cancerígeno. Los experimentos con ratas así lo demostraron, pero sólo cuando se les dio enormes cantidades de sacarina, y aún no está probado que sea perjudicial en humanos.
En 1965, un químico descubrió el aspartamo por accidente, muy empleado en la elaboración de gaseosas. Cuenta Diego Golombek en su trabajo El Cocinero Científico, que “las reacciones adversas relacionadas con su uso llegan al 75% de las quejas debidas a aditivos recibidas por la FDA, casi siempre alentadas por agrupaciones de consumidores (…), debido a jaquecas, mareos nauseas, espasmos musculares, depresión, fatiga, espasmos sensoriales, pérdida de memoria y dolores musculares, aunque siempre en forma relativamente anecdótica”.
Finalmente, la stevia, planta llamada así en honor a su descubridor, el valenciano Pedro Jaime Esteve, que en el siglo XVI la llevó desde las selvas guaraníes hasta el reino de España. La buena noticia es que la stevia tiene un efecto insignificante en la glucosa en sangre, por lo que resulta atractiva para las personas con dietas bajas en carbohidratos que demandan cada vez más edulcorantes bajos en azúcar.
Sin embargo, se presentan algunas objeciones a esta planta que hasta hace poco era considerada mágica. Porque el problema no es la planta en sí, sino el proceso al que es sometida, que consiste en remojar las hojas secas y luego separar o purificar los mejores compuestos de sabor dulce, que se conocen como glucósidos de esteviol, que no difiere en demasía al proceso de elaboración del azúcar.
El resultado es un extracto concentrado que tanto médicos como nutricionistas tratan con igual cautela que otros endulzantes artificiales como el aspartamo. Más allá de estas salvedades, tanto en Europa como en los Estados Unidos la industria la emplea como aditivo en muchos de los alimentos que produce.
Este plato puede tener buenas versiones con este tipo de carnes más económicas.
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